mércores, 21 de xuño de 2017

Autonomía del paciente, más que una cuestión legal


Un texto para reflexionar y compartir, para usuarias y para profesionales, escrito por A. G., de https://www.facebook.com/milpuntostejidos/?fref=ts

Autonomía do paciente, máis que unha cuestión legal
Un texto para reflexionar e compartir, para usuarias e para profesionais, escrito por A. G., de https://www.facebook.com/milpuntostejidos/?fref=ts

La Ley de Autonomía del Paciente es clara: el médico propone, ofrece las alternativas disponibles, y el paciente decide. En algunos campos como en la obstetricia, esta simple premisa no se cumple tan fácilmente. Cuando se involucran embarazadas y bebés la tónica general suele ser: el médico dispone, la usuaria acata. Este cambio de paradigma tiene consecuencias más allá de la comodidad de unos y de otros y de la consecuencia inmediata de la decisión. Cuando la mujer no recibe toda la información para poder tomar las decisiones ella misma, cuando la decisión no está en su mano, las consecuencias van más allá. A continuación compararé mi primera y mi tercera cesárea y cómo ha influido en mis hijos el distinto manejo de ambas. Aunque esta es mi experiencia única y personal, por desgracia, he conocido demasiadas mujeres que han pasado por situaciones parecidas y se han sentido igual.
Mi primera cesárea fue fruto de una inducción fallida. Nunca he lamentado tanto haber confiado en el personal que me atendió. Mi primer embarazo cumplió las 42 semanas. El protocolo habitual en estos casos es inducir. Yo no sabía que me podía negar, no sabía que podía seguir esperando. Nadie me informó. Simplemente me dijeron "ven mañana en ayunas a inducción". Una orden, no una propuesta. Al día siguiente acudí a inducción, el personal que me atendió no entendía por qué había acudido en ayunas. 2 centímetros de dilatación. Suero glucosado para acompañar la primera y única dosis de prostanglandinas. Tras unas 6 horas y sin cambio alguno en la dilatación o dinámica uterina, decidieron empezar con la oxitocina sintética. Sin explicaciones, sin consultar, simplemente diciéndome: ahora haremos esto. Las primeras horas aguanté sin epidural, pero la dosis de oxitocina no dejaba de subir. En el plan de parto que entregué tenía indicado que no quería estudiantes en mi parto. A media tarde intentaron romper bolsa, lo hizo una estudiante, 4 veces. En compañía de la supervisora y otros 4 estudiantes más. Habían echado a mi pareja, claro, no cabía nadie más en esta multitudinaria fiesta. No logró romper bolsa, pero sí provocarme una lesión. Una contractura del suelo pélvico de la que tardé casi un año en recuperarme. Amén de que mi hijo nació con heridas en la cabeza por los pinchazos. Finalmente, el agotamiento físico y mental me lleva a pedir la epidural. Lo último que oigo antes de dormirme es una mujer que me dice en tono reprobatorio “¿no irás a dormirte ahora?”. Pues sí, señora. Me despiertan de madrugada, que nada funciona y vamos a cesárea. Me llevan sola y temblando. Siento todo, noto el tironeo, oigo cómo hablan de sus planes para las vacaciones de navidad. Duele. Duele la intervención, la anestesista me recomienda aguantar sin tener que añadir nada más. Duele a nivel emocional: atada con los brazos en cruz, sola, sin saber qué pasa, sintiendo dolor y cómo me revuelven las entrañas, cómo me extirpan a mi hijo. Duele oírles hablar de sus cosas, como si yo no estuviera ahí, a mí no me hablan. Soy un mueble. Duele que me presenten a mi hijo, vestido y bañado, y no solo no lo reconozca si no que no tenga ningún interés en él. Duele. En el posparto inmediato intenté entender todo lo que había pasado. Estaba en shock y quien lo pagaba era un pobre recién nacido que lloraba de hambre y le hizo chupetones en los brazos a su padre intentando engancharse donde fuera. Su llegada al mundo fue fría, solitaria y pasando hambre. Pero su madre, yo, no estaba para cuidar de nadie, no había ni podido cuidar de mí. ¿Cómo iba a cuidar de otro? El dolor físico y emocional me tenía paralizada física y mentalmente. Esto no hizo más que agravar mi situación: parada intestinal. Más dolor. Cuando el vínculo entre madre y bebé no se establece normalmente, es muy difícil de recuperar. Durante semanas, meses, cuidé mecánicamente de mi hijo, porque debía hacerlo. Le di el pecho, a pesar de las grietas que sangraban y el dolor. Porque aún me quedaba algo de orgullo como para no permitir que nos arrebataran nada más. Y logramos salir adelante, sanar, conocernos y crear vínculo. Pero no fue fácil. Y siempre me dolerá cómo llegó al mundo. No sólo por cómo nació si no por cómo fue nuestra relación los primeros meses. Fue una experiencia traumática que ha dejado una cicatriz más profunda que la física. No he podido volver a pisar ese hospital. Me daba ansiedad hasta ver la señal con su nombre en la carretera. No solo me afectó a mí. Mi hijo también lo pagó. Mi marido también lo pagó. Una familia que empieza de forma disfuncional. Seguro que habéis oído hablar del término violencia obstétrica, esta es su forma más evidente.
Mi tercera cesárea. Mi decisión. Mi historial es prácticamente de dominio público, dos cesáreas previas, la segunda por rotura uterina. La segunda cesárea tampoco fue ideal. También se tomaron decisiones por mí, tampoco me ofrecieron alternativas, la forma más sutil y menos visible de violencia obstétrica, la más aceptada y normalizada. Esta vez el trato fue amable y correcto. Pero se cometieron errores y quien los paga soy yo. De mi segunda cesárea salí molesta por cómo habían ido las cosas, pero no traumatizada. El problema no siempre es tan evidente como con mi primera cesárea. En la segunda ni los resultados ni las formas fueron los correctos, pero el trato humano sí. Durante mi tercer embarazo tenía muy claro que no iba a repetir errores. No iba a dejar que nadie decidiera por mí. Sé que eso ha sido desesperante para las personas que me habéis atendido. Creo que hubo una confusión. Se tomaron mis dudas, mis opciones, mi autonomía, como si cuestionara vuestro trabajo, vuestra capacidad. No es así. Os he escuchado, he valorado vuestras opiniones. Pero también me he informado mucho, conozco las limitaciones del sistema y de la ciencia y según ello he actuado. He observado cómo cambiaban algunas cosas. He negociado. Al principio creía que no era justo que tuviera que hacerlo. La Ley de Autonomía del Paciente está de mi parte, ¿por qué debo renunciar a nada de lo que pido? Pero entiendo que los cambios cuestan y lo que yo os pedía era algo que os incomodaba. No quería cesárea, pero tampoco parto a cualquier precio. A medida que las pruebas se ponían en mi contra, fui asumiendo que la mejor opción era la cesárea. Valoré y consideré los resultados que me dabais y vuestras valoraciones de los mismos. Sé que no me entendíais, puede que incluso pensarais que estoy loca o soy una inconsciente. Nada más lejos de la realidad. Soy muy racional. Me gusta analizar en profundidad e investigar, y para valorar mi situación tengo en cuenta las cifras, las pruebas. Las opiniones personales no. Una opinión personal sin pruebas que la respalden para mí no tiene mayor validez que la mía propia. Y acepté la cesárea. La pedí. Porque llegamos a un punto que para mí no era viable seguir esperando. No me sentía segura. Fui a quirófano convencida de que era la mejor decisión. Yo tomé esa decisión. No me sentí acorralada. No me sentí coaccionada. No me sentí una marioneta en manos de nadie ni que era solo un útero más. Y nació Samuel. Y aunque personalmente no considero la cesárea un parto, yo no lo parí, Samuel se encontró con una situación completamente distinta. Se encontró con una madre preparada para recibirle. En quirófano todos fueron muy amables y profesionales. Centrados en lo que estaban haciendo, teniendo en cuenta mi plan de cesárea. Me sentí respetada. El respeto no trata solo de ser amable o correcto, trata de entender que una embarazada sigue siendo una mujer adulta capaz de tomar sus propias decisiones. Trata de entender que, cuando la mujer se convierte en títere y se le despoja del poder de decisión sobre su propio cuerpo, esto tiene consecuencias. Para la madre. Para el bebé. Para el padre. Una familia que empieza rota. Pero esta vez ha sido diferente. No solo por la cesárea de apego. Por esos pequeños cambios que facilitan que madre e hijo no se sientan como unos extraños. La experiencia deja de ser tan mecánica y se convierte en algo más personal. Pero también por, sobre todo al final, el respeto a mis decisiones. El entender que es mi cuerpo, mi vida y mis decisiones. Para vosotros puede ser más o menos fácil asimilar el desarrollo de un caso en concreto pero, para esa mujer, es su vida. Nunca se olvida que te trataron como un útero con patas, un objeto al que había que sacarle un bebé. Una simple incubadora. Del mismo modo que tampoco se olvida cuando la experiencia es positiva. Y lo volvería a hacer. Si en un futuro me decido a ir a por el cuarto, volveré aquí. Con vosotros. Y volveré a incomodaros y a pedir que vayáis más allá. Volveré a exigir respeto, volveré a luchar por mis derechos. No lo hago por ningún activismo, lo hago porque es mi vida y ya no dejo que nadie decida por mí. Ya no.